8 de mayo de 2021

Nuestra sed de plenitud

Nuestra sed de plenitud

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.
Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando.
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé.
Esto os mando: que os améis unos a otros.» (Jn 15, 9-17)
Esta semana ha resultado ser un poco dura para mí, me he sentido agotado entre las preocupaciones y las ocupaciones del día a día. Y, entretanto, me pregunté a cierto punto: ¿por qué tanto agobio? ¿A qué/quién estoy respondiendo? ¿De cuál “pozo” estoy bebiendo? Caí en la cuenta de que esta semana la he vivido con algo de desorden (interno y externo), con prisas y sin los ratos habituales para un silencio interior mínimo que me permita escuchar y estar más atento a las llamadas del Señor, a sus “toques de atención” y acercamientos a mi puerta (a veces sólo entreabierta).
Lo cierto es que esta experiencia que te comparto sobre mi semana, seguramente la has vivido, la estás viviendo, o en algún momento la vivirás. ¡No te asustes! Nos indica el común deseo de “más”, de vida, de plenitud, así como la sed imperiosa de beber de aguas claras y frescas, no de las turbias.
Me refiero a ese don que nos da el Espíritu para discernir el desde dónde hacemos lo que hacemos, desde dónde somos lo que somos, qué es lo que me enciende el corazón y me mueve cada amanecer. ¿Es mi necesidad de ser amado; de tener, de poder, placer? ¿Es mi necesidad de amar; de entregar, de rendirme, de vivir la templanza? ¿Desde dónde (creo que) amo?
Esta semana, justamente, el Señor en su Palabra nos ha insistido en el hermoso verbo de “permanecer”, estar anclado, unido, conectado, enchufado… a Él, a su Vid fecunda, a su Fuente de Amor desbordante que corre como agua viva. Y es que la hartura y el agotamiento serán siempre infecundos aún cuando hagamos las cosas perfectamente, según nuestro criterio egocéntrico. Porque se ha quedado instalado en nuestra psique ese “superyó” paradigmático del: “sí te portas bien, te quiero mucho”. Amor condicionado, amor comprado. Amor que no es nuestro Dios.
El amor que sólo despierta nuestra necesidad,  siempre intentará responder a nuestro deseo e intereses, buscando compensaciones y reconocimientos. Desde Dios, esto no es amor. La lógica del amor de Dios tal vez sea justo lo contrario: un constante salir de sí, una entrega permanente que busca el bien del otro per se, sin distinción ni condiciones. En este sentido, el “sirviente” mendiga las migajas por un “trozo de afecto”; el amigo, se une todo él en confidencia e intimidad, confianza y reciprocidad, servicio desinteresado y entrega desmedida. ¡Ese amigo es quien permanece! El “compinche-sirviente”, a la mínima de cambio, desaparece cuando ya no puede chupar más del bote, ni consumir la energía vital del otro. (Eso que hoy tan de moda se conoce como “relaciones tóxicas”). Tan desprendido es el Amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, que el núcleo mismo de su mandato no está en corresponder a su amor. No dice “amadme como yo os amo”, sino “amaos unos a otros…” ¡Amor “fuera-de-sí”!
Quizás el beber de la Fuente nos una más a la única realidad que nos regenera la vida, que nos resitúa la existencia, que nos dará una paz mucho más grande que las complacencias. Esa Fuente de agua viva sólo se la encuentra en Dios que es Padre, y que su Hijo nos lo viene a revelar permanentemente en sus gestos y palabras. Por tanto, quizás para beber (o volver a beber) de Él habrá que cambiar el chip psíquico, existencial y espiritual (eso que san Pablo llama la metanoia), si reconocemos, al fin y al cabo, que toda ansiedad, todo agobio, toda preocupación y toda angustia no es más que nuestra profunda sed de plenitud, aquella que sólo se puede saciar en la Plenitud misma, sin sucedáneos ni charcos estancos.
¡El Señor nos reencienda el corazón para que vayamos de nuevo a su encuentro, donde nos espera siempre! ¡Para nacer de nuevo, “para que vuestra alegría llegue a plenitud”. 
P. Samuel

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