Navidad: ¡”La Revolución de la ternura”!

Navidad: ¡”La Revolución de la ternura”!

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio d él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
«Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer. 

Jn 1, 1-18.

Cada 24 de diciembre celebramos en nuestra comunidad parroquial la Navidad con nuestros niños, muchos de ellos migrantes y refugiados acogidos en nuestra casa. Se trata de una fiesta entrañable que nos devuelve la ilusión infantil y nos acerca a la sabiduría de la inocencia que guardan nuestros pequeños en su corazón, como un tesoro que nos hace concluir que, en definitiva, el Reino de Dios es de ellos. 

Ayer, un par de chicos que son hermanos y que provienen de un país que hoy sufre una guerra atroz, se acercaron al lugar de reparto de los regalos y, obviando cualquier otro juguete, fueron de inmediato a coger las armas de plástico. ¡Y jugaban a dispararse el uno al otro! Algo que posiblemente era una simple “inocentada” me dio mucho qué pensar, y no niego que me dolió en el corazón, sobre todo mirando el contexto concreto de sus pequeñas vidas. 

Nos hemos acostumbrado al terror, a vivir en la desconfianza, el miedo, la violencia y la oscuridad. Parece que no hay otro modo de concebirnos a nosotros mismos como humanidad sino desde la angustia, la superficialidad, la depresión y el mal genio. Vemos el mundo al revés y ya no nos asombramos por nada, perdimos esa capacidad moral ante lo que producía escándalo y denuncia. Una oscuridad que parece no ver salida, que se ha enquistado desde lo profundo como un tumor de sinsentido y desesperanza. Por eso, si escuchamos la Palabra bajo este prisma de incredulidad nos resultaría francamente ficción, historia, novela. Ahora bien, si ahondamos en el contexto de la Sagrada Escritura, y comprendemos que aquellos tiempos fueron muy parecidos a los actuales, -salvo las evidentes diferencias históricas y los avances culturales y tecnológicos-, podríamos parar de lamernos las propias heridas históricas comprendiendo que no es cierto que nunca habíamos pasado por estas cosas. ¡Un repaso de historia podría entonces devolvernos el aliento! 

Aun cuando vivimos en tal oscuridad, si miramos a lo más hondo de nosotros mismos, continuamos albergando esperanzas, continuamos mirando con ilusión la vida, continuamos anhelando un mundo mejor y más justo. Porque nuestro fondo interior es siempre de Dios, Él nos lo ha sembrado radicalmente al hacernos a su imagen.  Pero, no sólo eso. El Señor hace muchos años dio la estacada de Amor más sublime en un portal maloliente entre animales de campo y una precariedad abominable. Ese Dios que anuncia la redención, se hizo Salvador único de nuestros imposibles. Nació pobre para enriquecernos; nació desnudo para proveernos; nació niño para devolvernos la ternura que habíamos perdido. En una familia concreta de Nazaret, con rostros concretos, con historias y heridas, con caracteres y defectos, con ilusiones y luchas cotidianas, Dios se adentró al fondo de nuestra humanidad irrumpiendo de raíz en ella para llevarnos a Él, y derribó lo inmanente para darnos plenitud. 

Pero esta realidad no ha quedado como un hecho aislado en la memoria de los pueblos. Este acontecimiento revolucionó todo lo creado, transcendió el tiempo y le dio un nuevo y definitivo sentido. Desde la mirada creyente, comprendemos que, tal y como nos lo prometió Jesús, la promesa se plenifica a partir de la Resurrección y el envío del Espíritu Santo, quien actúa hoy en nuestro mundo, revitaliza, sana, salva, resitúa y santifica los vestigios oscuros de nuestra historia presente. Por eso, la Navidad es acontecimiento histórico tan definitivo en el que Dios nos dice cuánto arriesga por nosotros, y lo dice con hechos, haciéndose uno de nosotros; porque sólo un Dios hecho carne puede salvar a la humanidad. 

Nos queda pues, la tarea de recibir este maravilloso Don de Dios, recibir a Dios mismo con rostro concreto. Y nos queda el gran reto de acogerlo en el diario vivir con esperanza y alegría, y hacer presente su Reino dejándonos conducir por su Espíritu que hace todo nuevo en nosotros, siempre y cuando le dejamos actuar para transformar lo escabroso en llano, lo violento en paz, lo amargo en tierno y lo oscuro en una luz esplendente. Porque “Dios, que nos creó sin ti, no te salvará sin ti” (S. Agustín). Nos toca una parte importante de acogida y escucha, de dejarnos transformar el corazón a fuego lento y de arriesgarnos a confiar en quien todo lo ha hecho nuevo con su Nacimiento, en la ternura de un niño, en la pequeñez de Dios. 

Feliz Navidad, y mis mejores deseos para todos. 

P. Samuel 

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