En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
Lc 23, 35-43.
Hoy culmina un ciclo litúrgico para la Iglesia, con la Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Una fiesta entrañable para nuestra parroquia, una comunidad que, por su nombre y realidad, está llamada a poner a Cristo en el centro de su ser y quehacer. Es un día para celebrar a lo grande el regalo de ser sellados por el reinado de un Dios que trastoca siempre nuestros modos limitados de amar, ofreciéndonos un horizonte nuevo y amplio, apasionante e infinito.
Cristo está al centro de la creación, al centro del pueblo, al centro de la historia. Y esta verdad revelada no está condicionada por nuestros alcances racionales y creencias, sino que es realidad que habla por sí misma, aún cuando no siempre es inmediata y evidente.
El conjunto de las lecturas que hoy escuchamos en la celebración solemne de la Eucaristía nos conducen a la profundidad de esta verdad de fe: ¡Cristo en el centro! Así lo expresa el apóstol Pablo en su carta a los Colosenses cuando lo presenta como el Primogénito de todo lo creado: en Él, por medio de Él y con Él al horizonte fueron creadas todas las cosas. Es el principio, el Señor que da plenitud, sentido y totalidad a toda la existencia para ser reconciliados (Col 1, 12-20). De modo que el Señor de la creación es también Señor Salvador. Esto nos ayuda a entender la importancia de reconocer y acoger en nuestra vida la verdad de la centralidad de Cristo: en pensamientos, en palabras, en obras… ¡también en los silencios elocuentes! Acoger a Cristo hasta que seamos uno con Él; acogerlo hasta que podamos un día decir como el Apóstol: “¡Para mí la vida es Cristo!” (Flp 1, 21). Justamente ayer en la fiesta de nuestros mayores del barrio, a propósito de Cristo Rey, me lo decía una parroquiana: “otra cosa es hacerlo vida”, y lo decía con cierta resignación un poco apesadumbrada. Pero la llamada que hoy Cristo nos hace es a reconocer con renovada ilusión y esperanza cuál es la medida de nuestra vida, no para que seamos perfectos de acuerdo a nuestros criterios limitados de perfección, sino perfectos en el Amor, misericordiosos como el Padre. Solamente perdiendo nuestras autorreferencialidades que nos hacen más egoístas e idólatras de nuestros propios tronos, es que podemos acercarnos a esa Gracia que está derramada para nosotros, cuando dejamos de vivir de sucedáneos que nos hacen tanto daño a nosotros mismos y a los demás. Superficialidades, vanidades, expectativas puestas en el qué dirán, la soberbia escondida en las pequeñas cosas… todo ello forma parte de aquellos “endiosamientos” y tronos falsos que nos llevan a la perdición.
Pero sólo es posible aceptar la propuesta del Reino de Dios en Jesús cuando le conocemos. Por eso su Palabra ha de ser la manifestación de su presencia,, no sólo como personaje histórico, sino como Palabra viva y eficaz, poderosa y transformadora. En ella no sólo encontramos los “datos” que dibujan el rostro de Dios. Ella es la Palabra de Dios, es Dios mismo hablándonos hoy, de modo que, con la asistencia de su Espíritu, podemos escudriñar el sustrato más íntimo y actual para cada uno de nosotros, en y desde la propia vida particular, y desde la vida de todos.
A Cristo, Señor de la historia, podemos referir todo lo que nos acontece: nuestras tristezas y esperanzas, nuestras alegrías y angustias. Cuando Él es nuestro centro, todo se ilumina, aún en las dificultades más duras y a pesar de los momentos más oscuros de nuestra vida, porque nos devuelve la esperanza, tal y como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy. Mientras todos se dirigen con desprecio a Jesús, ese hombre, ahí crucificado junto a Él, -que se había equivocado tanto durante su vida-, se arrepiente, se agarra a Jesús implorando: “acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” (Lc 23, 42). Y escucha del mismo Jesús que le promete: “hoy estarás conmigo en el paraíso” (v.43), que es su Reino. Pronuncia una respuesta de misericordia, no de condena, y cuando este hombre -y también nosotros hoy- encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de mirarlo con amor y de atender a una solicitud como ésta.
Por eso, hoy podemos pensar en nuestra propia historia, en nuestro camino. Cada uno con sus heridas, equivocaciones, pecados, momentos felices y sueños realizados. Nos vendrá muy bien a cada uno el mirar a Jesús, y desde el corazón, en silencio, pedir al Señor “acuérdate de mí…”, porque queremos ser mejores y nos faltan las fuerzas, porque no lo podemos todo. Que se acuerde de nosotros porque Él está en nuestro centro vital.
La promesa de Jesús al buen ladrón nos dé a nosotros la esperanza de que Cristo es el Rey, y como Rey que está en el centro de todo siempre da más, no se deja nunca ganar en abundancia y generosidad. Porque le pedimos que se acuerde de nosotros y abra sus brazos para que entremos en su Reino. Por eso, no esperes a que las cosas estén demasiado mal, eleva ya tu oración, así como estás, así como te encuentras, y quítate tú y tus solos deseos, para dejar pasar al centro al Rey del Universo, para que también reine en tu vida, porque en el fondo de todos nuestros deseos de felicidad y salvación está Él ofreciéndose como Única respuesta que da plenitud.
¡Viva Cristo Rey! #ElReydemivida
P. Samuel
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