Una Iglesia en salida… ¡O en “bajada”!

Una Iglesia en salida… ¡O en “bajada”!

En aquel tiempo, tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba,
el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor.
De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras estos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús:
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía lo que decía.
Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube.
Y una voz desde la nube decía:
«Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».
Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

(Lc 9, 28b-36)

“¡Qué bien estamos aquí…!” Esas palabras de los tres más cercanos a Jesús -Pedro, Santiago y Juan-, son palabras fruto de una añoranza profunda y peligrosa a la vez. En más de una ocasión habrás afirmado una frase similar al recordar momentos entrañables con tus familiares, amigos o en tu comunidad. ¡Y es sensato y sano! Cuando vivimos sensación de hogar y el sentimiento hondo de la paz del corazón, difícilmente querremos alejarnos. En esos momentos nos sentimos realmente vivos, alegres y con la sensación de que tocamos el cielo. 


El riesgo podría alcanzarnos cuando, permaneciendo en ese clima de acogida y aceptación, nos olvidamos de la realidad de lo que somos y del compromiso que nos reta a que también la oscuridad se haga luz en nuestra vida, en la vida de quienes nos rodean, y en el mundo entero. Cuando esa sensación nos genera un bienestar anestesiante, algo falla en nosotros. Nos hemos olvidado del mundo en que vivimos y nos hemos encerrado en nuestra propia burbuja, personal o de nuestro “petit comité”. 


Cuando esto pasa, generalmente pasamos de largo ante lo que nos supone un resquicio de incomodidad o “salir de sí”. Y de esto los creyentes no estamos exentos, corremos el mismo riesgo de acomodarnos a nuestro “mundo paralelo” y, con frecuencia, bastante difuso de lo que vive el resto. Es la tentación a olvidarnos que todos en este mundo, sin excepción alguna, necesitamos descubrir la verdadera y permanente paz, hallada en pocas cosas, o mejor, revelada en una sola cosa: únicamente en la presencia de un Dios amoroso que quiere iluminar nuestra vida. 


Cuando salimos de nosotros mismos, de nuestro propio centro y zona de confort, la vida se abre para nosotros hacia horizontes insospechados, cargados de abundantes promesas. No olvidemos que la invitación que hacía Yahvé a Abrahán, “sal de tu tierra”, trae consigo también la promesa de una innumerable descendencia y de una tierra próspera. ¿Somos capaces nosotros de arriesgar así?

 
Lo mismo ocurre en este episodio precioso de la Transfiguración donde los discípulos, arrebatados por aquella presencia iluminada de Jesús, en compañía del Padre y el Espíritu, no podían pensar en nada más. El Señor les dio a conocer el alcance de la meta de manera anticipada, y allí quisieron quedarse, pero les insiste en bajar de nuevo a una realidad que les espera en la misión de anunciar lo visto y oído, a su tiempo y bajo toda consecuencia que el anuncio del Reino les implica. 
Aquellos tres elegidos han sido testigos de la gloria de Dios y del esplendor de la Verdad que todos anhelamos. Hoy, tú y yo somos también esos elegidos a quienes el Señor invita contemplar desde el encuentro con Él y la experiencia arriesgada de seguirle hasta el final de nuestra vida, sin importarnos la renuncia que ello nos supone. ¿Acepto su desafío, o prefiero quedarme como expectante? 


El Papa Francisco nos ha insistido, movido por el Espíritu, a convertirnos a la misión, a ser una Iglesia en salida. En este mismo sentido, y tomando como referente la escena del Tabor, estamos hoy llamados a ser una “iglesia en bajada”. Porque bajar del Tabor significa asumir en nuestra vida la realidad tal y como nos llega, y vivir en plenitud todo lo que Dios nos pone entre manos, con alegría y paz, iluminados por la claridad de su presencia viva y reconfortante. Bajar del Tabor implica dejarnos tocar por las miserias del mundo, -y asumir las propias- para que el Señor las redima en la Resurrección. Bajar del Tabor es abajarnos ante la humildad del Misterio de la Encarnación, y dirigir nuestros pasos a Él, dejándonos transfigurar, soltando tantas amarras que nos opacan el rostro y nos desfiguran. Bajar del Tabor es comprender que sólo Dios puede llenar en nuestra vida lo que nosotros por nuestras propias fuerzas no podemos, y aceptar nuestras muchas limitaciones, confiando siempre en la Gracia que nos sobreabunda. Es comprender que en Él se cumplen la Ley y los Profetas, la plenitud de las promesas pronunciadas a lo largo de la historia de la Salvación, y que hoy siguen pronunciándose en nuestras historias particulares. 

Que hoy te dejes iluminar por la claridad de su Presencia. 


Feliz domingo, de camino a la Pascua. 


P. Samuel 

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