En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y el Espíritu lo fue llevando durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo.
(Lc 4, 1-13)
En todos aquellos días estuvo sin comer y, al final, sintió hambre. Entonces el diablo le dijo:
«Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan».
Jesús le contestó:
«Está escrito: “No solo de pan vive el hombre”».
Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos de! mundo y le dijo:
«Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me ha sido dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo».
Respondiendo Jesús, le dijo:
«Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”».
Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo:
«Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti, para que te cuiden”, y también: “Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece contra ninguna piedra”».
Respondiendo Jesús, le dijo:
«Está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”».
Acabada toda tentación, el demonio se marchó hasta otra ocasión.
Hemos comenzado un tiempo que nos lleva a transitar un camino seco, difícil, precario. Lo que sabemos del desierto nos resulta muy poco atractivo, nos suena a soledad, a carencia, a aridez y a hostilidad. El desierto es lugar donde nos probamos a nosotros mismos, donde necesariamente vamos conociendo nuestro talante y templanza ante la dificultad y el silencio. Por eso es también un “lugar” propicio en que Dios nos susurra al corazón todos sus planes.
En nuestra peregrinación por esta vida, los desiertos son aquellos espacios y momentos transitados bajo una sensación de vacío y poco entendimiento, en que por supervivencia nos hacemos las preguntas más esenciales de nuestra vida, donde no hay más remedio que cuestionarnos la posibilidad de una esperanza que nos mueva.
Piensa por un momento en cuáles son o han sido esos “desiertos” por los que hoy transitas, o has transitado: soledad, enfermedad, la cercanía a la muerte, una migración forzada, depresión y sinsentido, adicciones, una separación… Sin duda, todos transitamos por el desierto en algún momento de nuestra vida, y en él y por él, -aun forzosamente-, tenemos ocasión de toparnos con la realidad de lo que somos, con nuestras limitaciones y debilidades más profundas, con nuestras ansias y hambre de plenitud, muchas veces desbocadas por el instinto que se nos despierta en nosotros como fiera indomable.
Por todo lo dicho, el desierto es también la oportunidad de oro para purificar nuestras intenciones y escuchar la voz de Dios, es tránsito inevitable hacia la libertad deseada y la promesa de una vida mejor. Si no pasamos el desierto, no sería posible reconocer el paraíso. Es el camino transitado por el incipiente pueblo de Israel desde Egipto hacia la tierra de la Promesa, y es el camino voluntariamente transitado por Jesús, y que precede lo que luego será su presencia y anuncio del Reino de Dios entre nosotros, asumiendo lo que está por redimir. Su abajamiento ha supuesto este paso por un desierto en que las fuerzas de oposición al plan de Dios intentarán apartarlo de su camino, poniendo en cuestión su naturaleza divina: “Si eres el Hijo de Dios…”
Las tentaciones en el desierto ponen en evidencia la sed de una plenitud que el ser humano, por su debilidad, busca saciar en la banalidad. Se trata de aquellas “hambres…” de ser, de poder y placer que experimentamos a diario en nuestras vidas, basta con que nos detengamos en las pequeñas acciones cotidianas, el desde dónde las realizamos, si desde nuestro ego endemoniado y desintegrador, o desde una sed de plenitud que dirige su mirada a lo eterno. Actuar desde nuestros instintos nos lleva a la destrucción de lo que somos, nos sitúa ante la vida como seres bajos, animalizados, deshumanizados, separados del sueño original de Dios, la verdadera vida abundante, la que estamos llamados a vivir, ahora y para toda la eternidad.
Pero, por el contrario, el tránsito por el desierto nos ofrece también una visión amplia y profunda de la vida como algo que va mucho más allá de la necesidad primaria, de la ostentación de puestos importantes o del placer vano y pasajero. El Señor nos lanza a vernos ya no desde la necesidad de saciarnos con lo más inmediato, sino desde una sed profunda de vida que sólo Dios puede colmar. Es la ocasión que el Señor nos muestra para mirarnos también nosotros como hijos amados de Dios, y alimentarnos y sostenernos de Él, como los polluelos a la sombra de sus alas. Sólo una confianza de hijos nos lleva a resistir al mal que pretende reinar en nuestras vidas, sólo una fe firme nos lleva a no sucumbir. ¡Éste es el tiempo para comenzar a transitar tu desierto, sin miedo y con la esperanza de que nuestro peregrinaje va acompañado por el Señor que nos ama y llama a la Vida! ¡Detente a escucharle, hoy es el día!
Feliz domingo, Peregrinos.
P. Samuel
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