En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús, para ponerlo a prueba: «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»
(Mc 10, 2-16)
Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?»
Contestaron: «Moisés permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio.»
Jesús les dijo: «Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios “los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne.” De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.»
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: «Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.»
Le acercaban niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él.»
Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.
¿Te ha pasado alguna vez que has visto tus cuadernillos de la primaria y, además de las nostalgias, te entra una tierna sensación de que no somos los mismos, de que algo se ha quedado por el camino, de que hemos ganado cosas y perdido otras? El tiempo es maestro en enseñarnos que, como dice la bella canción de Julio Numhauser e interpretada por la gran Mercedes Sosa, “Cambia, todo cambia”, y esta idea de cambio no es siempre una excusa para lamentarnos, sino también, y sobre todo, una oportunidad para comprendernos.
Este episodio del evangelio de hoy es un “hueso duro de roer”, mostrando un planteamiento que, si no lo sabemos mirar bajo el sabio prisma del contexto, podríamos saltarnos barreras, herir susceptibilidades y, aun sin querer, hacernos daño. Es tan curioso el contemplar cómo, también hoy, siguen habiendo tantos “fariseos” preguntones con mala intención para ponernos a prueba a quienes nos dedicamos por vocación y llamada a explicar y ayudarnos a comprender la Palabra de Dios.
Lo mismo le ocurrió a Jesús, como bien lo vemos hoy, pero, -como siempre, y como Hombre-Dios que es-, responde atinadamente y con una pedagogía insuperable. Se desmarca de preceptos puramente humanos, impuestos por la terquedad del antiguo pueblo, y remite al plan original de Dios, quien nos soñó para salvarnos, quien nos amó desde siempre para un proyecto de Comunión con Él, para atraernos hacia sí. ¡Y todo por amor y en plena y total liberalidad! Este plan original de unión con el Creador es plan que pasa necesariamente por la comunión entre los seres humanos y la Creación entera. Fidelidad sostenida en el Amor, el que nunca pasa. Por eso, la importante de que, cuando decidimos, sepamos incluir en nuestros discernimientos a nuestro Hacedor, como si de un Alfarero se tratase, el único capaz de unir sin violentar, de enmendar sin falsear, de amalgamar sin corromper. Sólo el Amor (con mayúsculas) es capaz de hacer lo que nosotros, por nuestros propios medios, no podemos. No hemos sido hechos para estar solos, aunque nos aislemos; no hemos nacido para el desamor, aunque en el camino nos lastimemos abrazándonos al afán de controlar la vida, las personas y las situaciones, aferrándonos a querer a nuestra medida, a relacionarnos desde el poder y la posesión del otro, muy lejos de la libertad y el respeto mutuo que nos lleva a la eternidad auténtica y más veraz, aquella en la que somos capaces de mirarnos a los ojos sin escondernos.
Si comprendiéramos el plan original, no buscaríamos atajos baratos para ajustarlos a nuestras deliberaciones, a veces inconsistentes y egoístas. Si nos enterásemos del plan original, comprenderíamos nuestra necesidad vital de comunión con los otros, como necesidad tenemos del aire para respirar. Si supiéramos del plan original del Creador, plan salvífico y liberador, cargado de plenitud y felicidad, consultaríamos más de una vez, contrastaríamos más, preguntaríamos con humildad, nos dejaríamos hacer y soltaríamos nuestros egos atrofiantes. ¡Nos aceptaríamos, y aceptaríamos! ¡Nos amaríamos, y amaríamos, sin exigencias caprichosas ni condiciones! Nos saldrían más palabras de gratitud y menos de queja…
Hoy el Señor nos llama a amar lo amado, a amar más lo herido, amar aun en las distancias y a veces en las inevitables separaciones. Sólo Dios sabe y conoce nuestras cruces y dolores del corazón; por eso, ponte delante de Él, y pídele que ilumine tus espacios rotos y tus relaciones quebradas por el poco entendimiento, la incomunicación o el conflicto tan frecuentemente cargado de “batallas de ego”, intransigencias y reticencias a perder.
¡Que todos seamos uno! Sólo así haremos sonreír a nuestro Alfarero.
Feliz domingo.
P. Samuel
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