¡Dar es dar-se!

¡Dar es dar-se!

En aquel tiempo, Jesús, instruyendo al gentío, les decía:
«¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa».
Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho; se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante.
Llamando a sus discípulos, les dijo:
«En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».

(Mc 12, 38-44)

Un relato, dos escenas. La enseñanza que Jesús manifiesta contra la arrogancia y la actitud de superioridad que muestran los letrados se ve confirmada -por contraste- con el testimonio de una mujer viuda pobre. Frente a la pomposidad de quien cree saberlo todo, Jesús dirige su mirada a la vulnerabilidad. Una mujer, cuando en ese contexto la mujer cuenta tan poco; una viuda, sumergida en la soledad del duelo y el desgarre del corazón; en condición de mendicidad y pobreza, con escasas posibilidades para ofrecer más que aquello con lo que cuenta. 


Arrogancia y vanidad, versus entrega silenciosa y humilde. El letrado, figura de los doctos autorizados para enseñar a otros cómo vivir; la viuda pobre, testigo de quien se da a sí misma en lo escondido, entregando todo lo que es, no de lo que le sobra. 
Hoy el Señor en su Palabra quiere hacernos ver lo importante de la revisión permanente de nuestras actitudes personales ante la vida, ante Dios, ante los demás, ante nosotros mismos. Postureo y arrogancia son rasgos de personas vacías, huecas y banales, que se creen con potestades para imponer a otros cómo se debe o no vivir. Es una tentación tan vigente y actual, que no resulta nada difícil de reconocer, lo podemos observar en cualquier contexto donde nos movamos, incluidos -y mucho- el contexto eclesial y el personal. 


A este punto parece que a muchos se nos olvida la grandeza del testimonio de quien se da a sí mismo desinteresada y confiadamente, y que, en dicha grandeza, se encuentra la maravillosa realidad del reino de Dios en gestación. ¡A mayor arrogancia, menor credibilidad! Por el contrario, sólo seremos testigos creíbles del Evangelio cuando reconozcamos nuestra indigencia, entreguemos lo que somos sin esperar, asumamos la vida con confianza y generosidad, y vivamos desde el bien que se manifiesta sin ruidos ni alardes. 


Me pregunto: ¿Cómo me sitúo yo frente a los actos sencillos y gestos de bien: con prepotencia y altivez, o en silencio y discreción? A sabiendas de que todos tenemos un poco de ambas posiciones, pidamos al Señor que nos enseñe a escoger siempre la parte mejor, porque para Él, dar es siempre dar-se.


¡Feliz domingo!


P. Samuel 

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