¡Felices…!

¡Felices…!

En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.
Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía:
«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.
Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre.
Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.
Pero, ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!
¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre!
¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas».

(Lc 6, 17. 20-26)

En los evangelios, cada palabra y cada gesto de Jesús nos sugiere motivos teológicos profundos y de gran significado para el oyente-creyente. En esta ocasión Jesús baja del monte con los Doce y se detiene en una llanura para ofrecer un programa completo de vida plena: ¡Dichosos, bienaventurados, felices….! Nos resuenan de inmediato estas frases cristológicas pronunciadas por Pablo a modo de himno: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Flp 2, 6s). La montaña es, en la tradición bíblica, lugar de encuentro con Yahvé; por el contrario, bajar del monte nos sitúa ante la vuelta a la realidad de lo que somos, al “hummus” del que estamos hechos, a la “explanada” de la verdad misma que nos constituye como humanidad. Hasta aquí Jesús se abaja para alzar su mirada hacia nosotros y mirarnos de frente. Se anonada hasta el extremo, hasta la muerte escandalosa de la Cruz. ¡Tanto arde su corazón de amor por nosotros! ¡Y lo sabemos por el intelecto, pero nos cuesta tanto bajar esta verdad hasta lo más hondo de nuestro ciego corazón y aceptarla! 


Y comienza acariciando nuestro anhelo humano más profundo, el que Dios mismo sembró desde siempre en nosotros: “Felices…”, y termina advirtiéndonos de los riesgos de vivir desde nosotros mismos: “Ay de vosotros…”. Y es que nadie como Él para comprender nuestra hechura humana, nuestras ambivalencias, nuestras dicotomías, nuestras rupturas y resquebrajamientos internos. Esas “bipolaridades” y contradicciones que nos llevan por lo amargo de sentirnos entre el cielo y el suelo, entre lo que somos y lo que queremos ser, nos sitúan ante la vida como en una ruleta sin salida, y de la cual sólo Dios, y nadie más que Él, nos puede liberar. 


Su propuesta de felicidad rompe todas nuestras inercias humanas de vivir un presente sin sabor ni color, nos saca de la tendencia a mirarnos el ombligo y vivir de acuerdo a nuestros cortos y mediocres parámetros de felicidades efímeras y superficiales. El tener, el poder y el placer nos devoran el alma y nos hacen morir en vida, perder la alegría profunda del corazón, el agrado y la pasión por la vida, y nos atrapan en el espejismo de una alegría vacía, limitada y miserable. 


Es cierto que no siempre nos resulta fácil el comprender estas breves sentencias que nos ponen ante una auténtica encrucijada de “bendiciones versus maldiciones”. Por esto, nos resulta imposible un discernimiento desde nuestro propio control y no desde la lógica de Dios. Desde Él toda paradoja se resuelve cuando comprendemos que en Jesús el velo entre Dios y nosotros se rompió, y que sólo ese Amor abundante y fiel puede salvarnos, pues ese amor recibido es el que nos hace transformar, con la fuerza de su Espíritu, la realidad que vivimos en una auténtica vida plena soñada para nosotros: un mundo hecho para todos, en el que todos quepamos, en el que todos vivamos con dignidad la promesa y la Gracia de ser hijos amados, donde no exista la indiferencia que condena al olvido, tal y como nos lo recuerda la Campaña solidaria de Manos Unidas que hoy celebramos. 


Que podamos comprender que seguir a Jesús y perseguir su suerte, será siempre el mejor regalo de felicidad que nos colmará al fin de la alegría y paz duraderas, con pregustación de Vida Eterna. 
Un feliz y bienaventurado día del Señor. 


Te abrazo, 
P. Samuel 

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