En aquel tiempo, Jesús decía a sus discípulos una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer. «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”». Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».
Lc 18, 1-8
“Reza como si todo depende de Dios, trabaja como si todo depende de ti”. Sea de San Ignacio o de San Agustín, esta frase esconde una auténtica verdad cristiana desde antiguo. San Benito lo toma como programa de vida con su “Ora et labora”.
La vida lleva su propio afán, seamos o no creyentes, y esto requiere en nosotros de una fuerza vital que con frecuencia no tenemos. Por eso nos resulta a veces tan pesado, por eso hay cada vez más un trágico índice de acciones contra la vida. Parece que la dificultad nos hace perder el sentido, pero si a nuestra poca tolerancia a la frustración le sumamos la falta de fe, todo se agrava.
Jesús hoy nos deja una clave importantísima para vivir con sentido vital y con la felicidad que anhelamos. La oración, ese trato íntimo de relación amorosa con Dios, nos otorga la confianza necesaria para dejar a Dios ser el Señor de nuestra vida y hacer en nosotros lo que nosotros mismos no podemos por cuenta nuestra.
Todo vínculo relacional requiere no sólo de trato cordial sino de perseverancia en dicho trato. Si se trata de la oración, se trata de un vínculo en el que hay una clara desproporción de amor: es imposible amar como Dios nos ama, y es imposible realizar ciertas obras en nuestra vida si no es por su Gracia que nos sobreabunda. Por eso, la perseverancia en la oración es garantía de victoria ante los combates de nuestra vida. Ella nos sitúa ante la sed impetuosa de Dios, nos despierta el corazón, nos reconforta el alma y nos hace vivir de la fe con una fuerza renovada.
Sólo la oración confiada y sin desfallecer -persistente y vivida en esperanza-, nos impulsa a la acción con ánimo y sentido, comprendiendo que los frutos que damos no son nuestros sino de Dios, que los talentos que tenemos son un don maravilloso que nos compromete con la vida de cada día, y que el único examen que nos hará el Señor al final de la vida será sobre el amor con que hemos vivido en todo lo que hicimos, más que en las obras mismas.
Orar, orar, orar… incluso y sobre todo ante la sensación del fracaso que muchas veces podría estar embargándonos. Hacernos pesados en el insistir, si esto es necesario para obtener la fuerza necesaria ante la adversidad, el consuelo ante la tentación de bajar la guardia y la luz para saber si lo que hacemos es o no la voluntad de Dios para nuestra vida y para la vida del mundo. Por eso la oración no nos exime de compromisos, antes bien nos introduce en ellos con mayor ímpetu y confianza. Recuerda entonces lo importante que es: “A Dios rogando y con el mazo dando”.
Feliz domingo.
P. Samuel
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