En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».
Mt 28, 16-20.
Galilea, donde todo empezó. Allí escucharon por primera vez su voz y su invitación a seguirle; allí comenzaban a fraguarse los corazones de los discípulos mientras contemplaban sus palabras y sus gestos. En esa Galilea le ven partir, pero no de cualquier modo. Jesús, con su Ascensión, culmina todo lo que a su Humanidad se refiere, y queda en evidencia una presencia que acompaña hasta hoy, sellando su triunfo definitivo y su Señorío. Es rotundo en sus palabras y claro en la misión que encomienda a sus discípulos. Sabemos que su Ascensión no es cambio de lugar sino de modo de seguir presente, quedando abierto el cielo y rompiendo cualquier velo con la tierra. En otras palabras, inaugura el cielo ya en este mundo, se queda con nosotros, porque lo hizo desde que el Ángel lo anuncia a María como el Dios-con-nosotros. ¡Se va sin irse!
Los discípulos hacen memoria y síntesis vital de todo el camino andado, se postran aún entre las dudas. Quizás las dudan no sean por no haberle sabido reconocer como el Señor de sus vidas, sino que dudan de sí mismos al escuchar la misión que se les encomienda. Porque sí, después de todo lo vivido, el “id y anunciad” es mandato que se clava como una lanza a fuego en las entrañas de quienes lo escuchan. Es regalo del Espíritu que impulsa a no quedarnos indiferentes ante un mundo adormecido. ¡Salir, gritar, ser testigos de la Buena Noticia! No es una opción para quien recibe esta llamada insistente en el corazón; siendo siempre libres, resulta imposible callar lo visto y vivido.
Y, al final, escuchar de labios de Jesús la estacada final de amor sobre su presencia fiel hasta siempre, queda haciendo eco en nosotros como un soplo de amor que se prolonga y renueva, que se actualiza y derrama en cada Eucaristía, en cada acción amorosa, en cada absolución, en cada gesto fraterno.
La Ascensión del Señor nos señala la absoluta majestad de Dios y enseña a no quedarnos mirando a la nada, a retomar el camino con esperanza, a mirar la vida con un amplio horizonte que nos marca la certeza de que el Reino sigue estando cerca.
Feliz Domingo
P. Samuel
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