Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Jn 20, 19-23.
“¡Ven, Espíritu Santo…!”, hemos escuchado durante estos últimos días, como un gemido hondo que sale de los corazones necesitados de Dios, como una tierra reseca que anhela ser empapada de nuevo y con nuevos torrentes, como un niño que espera ser alzado en brazos por su padre.
Es el grito que nace del mismo Espíritu que se mueve dentro y que nos hace exclamar “¡Padre!”, y reconocer que “Jesús es el Señor”. Es el mismo Espíritu que mora en nosotros para experimentar una Paz que está lejos de todo adormecimiento; una Paz auténtica que reaviva e impulsa a vivir con mayor intensidad.
Y es que la vida en el Espíritu se torna con sentido aún en medio de las adversidades y tormentas de la vida. Quien vive en y desde el Espíritu no vive sin problemas, no está exento de dolores, no es mejor ni peor. Pero, quien se deja habitar por el Espíritu se sabe sostenido por una Roca fuerte, y alimentado por una corriente de Gracia que trae como frutos la paz y la alegría más profundas. Esa paz y esa alegría que nos hacen mirar la vida con Esperanza y asombro, con optimismo realista y con la sencillez extraordinaria de los niños.
La paz tan deseada siempre, es hoy signo evidente de la presencia del Espíritu que habita y actúa en el mundo, en lo ordinario de cada día, como bálsamo que aligera las cargas y ofrece sentido. Algunos se sorprenden de las tristezas y depresiones que mantienen a los afamados en las tinieblas cuando creían tenerlo todo. Sabemos -porque lo hemos experimentado en la propia carne- que todo es efimero y banal si no contamos con la fuerza abrasadora del Espíritu de Dios, porque la vida misma -lo quieras o no- ya se encarga de hacernos ver lo evidente: que sin Dios -que es Amor- falta todo a nuestra vida y nos convertimos en campanas que resuenan vacío y soledad; y que, con Él, somos y nos reconocemos hijos amados, soñados y mirados con infinito amor compasivo.
Es el tiempo del Espíritu, ¿te dejarás empapar, iluminar y abrazar por Él?
Un abrazo y feliz Pentecostés.
P. Samuel
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