“¡(Te)Quiero, queda limpio!”

“¡(Te)Quiero, queda limpio!”

 

En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:
«Si quieres, puedes limpiarme».
Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo:
«Quiero: queda limpio».
La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente:
«No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio».
Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes.

Mc 1, 40-4

«A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo.» (Evangelii Gaudium, 270).

Envueltos entre trapos mugrientos, con hedor a miseria y a exclusión, con la carne agrietada, maloliente y despeinado, se acerca cada día a las puertas del templo, buscando ser reconocido como persona en su dignidad. ¿No lo has visto a la entrada, al llegar a la misa dominical? ¿Lo has visto a las puertas de la cabina de los cajeros, o deambulando bajo el puente del parque que embellece las riberas del río de tu ciudad? Acaso no lo has visto andar entre harapos, justo cuando has de disponerte a cruzar a la acera de enfrente para no toparte con sus ojos que te hacen de espejo. 


Es la miseria de la humanidad tocando a nuestra puerta y arrancando las vendas indiferentes de nuestra mirada altiva, incluso cuando nos vestimos de domingo para ir a misa o al culto, como es costumbre en la familia. Vamos a encontrarnos con la Vida, pero no nos detenemos a mirar a quienes están en la vera, pasando desnudos el frío del invierno y desprotegidos de todo respeto. 

Negro, indio, sin papeles, gitano o en paro, da igual, ninguno es menos, aunque nuestras bocas fulminen como metralla su presencia siempre incómoda. Nos cuesta tanto detenernos, y es normal, los pobres son llamadas de atención a la consciencia, son el espejo donde habitan nuestras miserias más hondas. Y allí, en esos ojos, Jesús crucificado y sediento, muerto de frío y en oscura soledad. Migrante, vecino, bandido o drogadicto… Anciano, vagabundo, sin padrón y desnudo, es igual, aunque lo neguemos, ¡son los leprosos de hoy! A quienes Jesús quiere tocar, acoger, abrazar y decir: “¡sí, quiero, sana! ¡sí, quiero, porque te quiero!”. 


¡Cuánta falta nos hace un pobre de Asís, una madre de los pobres de Calcuta…! Tocar las llagas sufrientes de los leprosos de hoy, descalzarnos, abajar nuestra mirada y descubrir que allí, entre sus miserias están las nuestras escondidas sin querer ser vistas. Allí, en sus ojos cansados, la mirada de un Jesús que todavía hoy te dice: “Tengo sed”. 


¿Quieres ver a Jesús? ¡Corre y búscalo, está más cerca de lo que te crees!  


Seguimos caminando mientras cantamos. 

Un abrazo en Cristo,

P. Samuel

 

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