Mientras estaban cenando, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición y se lo dio, diciendo:
—Tomad, esto es mi cuerpo.
Cogiendo luego un cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio y todos bebieron. Y les dijo:
—Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios.
Después de cantar los salmos, salieron para el monte de los Olivos. (Mc 14,22-26)
La gran tragedia de nuestro tiempo es la falta de memoria. A veces intencionadamente, optamos por olvidar, seleccionamos el recuerdo, solemos hacer “borrón y cuenta nueva” de las situaciones vividas, de las heridas y dolores, e incluso de los momentos alegres cuando estos se han vivido junto a personas que hemos optado por olvidar. Olvidar, desterrar, descartar… El Alzheimer que hoy a tantos asecha es síntoma de esas tantas negaciones sobre lo que hemos sido, lo que somos, lo que pudo ser y no fue, y hasta de lo que fue y tantas alegrías nos han dejado.
El pueblo de Israel se sostiene de la memoria agradecida, que no es simple recuerdo, sino mucho más: actualización de lo acontecido, memorial. La Eucaristía es la expresión más significativa, el Sacramento de nuestra fe. Acción de gracias en la que ya no hay víctimas ofrecidas, sino que el mismo Hijo del Padre se ofrece como Víctima. Lo hizo una vez y para siempre… y misteriosamente ocurre en cada celebración eucarística. Actualización del Misterio Pascual de Cristo, Amor hecho Pan partido. ¡Eso celebramos hoy! Milagro de Amor que atestiguamos, que adoramos y que entra en unión íntima con cada uno que lo recibe, sangre de nuestra sangre, Amor de nuestro amor. Dime, ¿no es maravilloso, desconcertante y asombroso nuestro Dios?
La Eucaristía es el centro y culmen, “fuente y cima de toda la vida cristiana” (LG 11), así la comprendemos como Iglesia. ¿Así la comprendes tú también? El gran San Ireneo decía que “nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar”. Por lo cual, al hacernos uno con la Eucaristía, entramos en Comunión, nos hacemos de algún modo prolongación del Misterio, “eucaristías”, pan partido, repartido y compartido.
Qué maravilla el pensar que la Eucaristía es alimento que nos lanza a la misión de “eucaristizar” la vida, es decir, de entregar la propia vida en solidaridad radical, en amor incondicional. Tan íntima es esta Comunión que, como late de amor su Corazón en el Pan, así está llamado a latir nuestro corazón, haciéndolo como el suyo: para la vida del mundo.
La Eucaristía nos compromete, pues, a la experiencia radical de la Caridad. La señal de identidad de nuestra fe y de nuestro seguimiento de Cristo va intrínseca e irrenunciablemente unida al amor fraterno, al amor en acción, a la denuncia de las injusticias, al anuncio de un amor que rompe todas las barreras y se lanza con temeridad y sin miedos a amar, digan lo que digan, pase lo que pase. La Eucaristía nos hace contemplar la Vida de Dios en sus criaturas. Por eso -ni más ni menos- la Eucaristía y los pobres son, en realidad, el tesoro de la Iglesia.
¿Cómo está tu amor por Jesús Sacramentado? ¿Cómo vives tu amor a los demás, especialmente a los más vulnerables? Es buen momento para revisarlo, pues, aunque con frecuencia nos resistimos, se trata de vivir el mismo Amor de amores. Y, aunque nos cuesta entenderlo con los ojos del corazón, ¡los pobres son también “custodios” del Cuerpo de Cristo, y la adoración verdadera al Santísimo Sacramento es inseparable de la Caridad!
Pidamos al Espíritu que nos ayude a comprenderlo, aceptarlo y vivirlo así en nuestra vida, para que seamos auténticos en nuestra unión con Cristo, en nuestro ser miembros de su Cuerpo.
Seguimos caminando contigo mientras cantamos.
¡Hasta pronto!
P Samuel
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