La otra orilla

La otra orilla

Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla.»
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón.
Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: «¡Silencio, cállate!»
El viento cesó y vino una gran calma.
Él les dijo: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Se quedaron espantados y se decían unos a otros: «¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»
 (Mc 4, 35-40)

Jesús viene de andar con sus discípulos enseñando mediante parábolas y gestos a la gente sencilla. Ahora lanza un reto: “vamos a la otra orilla”. Invita a subir a las barcas, soltar las amarras y navegar al otro lado del lago de Galilea. Lugar extraño, distinto, desconocido, periférico.
Pero, en medio de las aguas, se desata la tormenta en la oscuridad de la noche, rompiendo las olas fuertemente contra la barca. Lógicamente, los discípulos del Señor, -pequeña y frágil tripulación-, se asustan y acobardan ante el peligro. ¡Y ahí Jesús, tan tranquilo! Duerme silente, sosegado, en su sitio, como siempre, sin perder la paz. “¿No te importa que nos hundimos?” Pregunta incómoda las de sus discípulos, un tanto instintiva y desafiante. ¡Después de todo lo que habían vivido juntos, hacer tal reclamo…! 
El miedo ante el peligro, ante los males de la vida, ante el “sin-remedio” de la muerte, siempre es inminente y saca de nosotros el instinto defensivo. Pero no sólo eso, el miedo es también lo contrario a la fe. La experiencia auténtica de Dios, lejos de suponer el temor amenazador de un Dios cruel y castigador, implica justo lo contrario: la experiencia de la incondicionalidad. Si Jesús no dejó a su grupo en otros momentos, ¿les habría dejado que el agua los tragara sin piedad? Pero, ante su silencio, inevitablemente sentimos inseguridad y el descontrol de la nave, hasta que comprendemos que es Él quien la lleva a feliz puerto, que sólo Él -y nada ni nadie más que Él-, es capaz de calmar con su voz las aguas turbulentas de nuestra vida, en todos los aspectos: personal, familiar, comunitario, eclesial… 
El miedo tiene un lado oscuro evidente, sobre todo cuando no lo situamos desde una vida interior mínimamente afianzada: agiganta los problemas y despierta añoranzas (quizás alguno que otro discípulo habrá dicho para sí: “me iba mejor la quietud, la comodidad de mantenerme en tierra firme”). El miedo, cuando ahoga la fe (vivida como confianza), genera la necesidad de querer controlarlo todo, nos ahoga el gozo de vivir y la alegría, y nos hace caminar con una rigidez exacerbada y, con frecuencia, irracional. 
Es cierto que vivimos tiempos difíciles, pero ante estos, parece que procuramos más bien vivir a la defensiva y con agresividad. ¡Basta con asomarnos un poco a mirar cómo reaccionamos, cómo nos tratamos últimamente entre nosotros! El problema empieza cuando, ante el miedo, nos paralizamos con excusas, buscamos sucedáneos y tranquilizantes que adormezcan nuestra responsabilidad ante la vida y la misión que se nos ha encomendado, sea cual sea. La tentación a la comodidad, a la indolencia y a mirar nuestro propio ombligo están a la orden del día, porque el miedo nos ha disecado el corazón. 
Entonces, “¿Por qué sois tan cobardes?” Fortísima sentencia formulada en forma de pregunta. Quizás el miedo esté también, en la Iglesia y en la sociedad de hoy, carcomiendo nuestra confianza en el Padre y en su presencia providente y fiel, aún desde su aparente silencio. Quizás hoy el Señor nos pide como ciudadanos y creyentes, que nos tomemos un poco más en serio las exigencias del seguimiento de Cristo y su Buena Noticia. Quizás necesitamos también hoy despertarlo y, esta vez sin reclamos, supliquemos a Jesús que, como hizo otras muchas veces con los demonios, en sólo dos palabras calme nuestra pasividad y nuestra inercia: “¡Silencio, cállate!”, y todo lo hará nuevo, una vez más.  
Después de todo esto: ¿Te sigue apasionando la invitación de Jesús a navegar a la otra orilla? Si es con Él, seguro que sí. ¡Ánimo!


P. Samuel 

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