¡Sólo el Amor nos sana!

¡Sólo el Amor nos sana!

En aquel tiempo Jesús atravesó de nuevo a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y al verlo se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.»
Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente, preguntando: «¿Quién me ha tocado el manto?»
Los discípulos le contestaron: «Ves como te apretuja la gente y preguntas: “¿quién me ha tocado?”» Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo.
Él le dijo: «Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.»
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?» Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe.»
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos.
Entró y les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.»
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: «Talitha qumi (que significa: contigo hablo, niña, levántate).»
La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar –tenía doce años–. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña
.

(Mc 5, 27-43)

¡Qué riqueza nos trae la Palabra de Dios en este día! Un relato marcado por dos encuentros, como un “dos en uno” que parece inconexo. Pero en realidad, se trata más bien de un relato con una clara intención de ser escuchado en su conjunto, por sus puntos en común.

Jesús, ya en la “otra orilla” de su sed incesante por hacerse escuchar y sentir a todos, -sobre todo a los más pobretones y excluidos-, pasa andando, pero ya era imposible el pasar desapercibido. Habían ya muchos testimonios de palabras y gestos sanadores. De repente, se acerca aquel jefe de la sinagoga, seguramente en un nivel alto de desesperación (porque no cualquiera de tan alta autoridad judía se fiaba de Jesús). Pero suplicó de rodillas y con fe, y Jesús, sin preguntar, se puso en marcha enseguida. Pero, de improviso, entre la multitud, un “algo” lo saca de sí, una fuerza sale de su ser. Jesús lo sabía perfectamente, pero se hace el encontradizo y quiso dejar que aquella mujer se retractara: “¿Quién me ha tocado?”. De entre tantos, era imposible saberlo según la lógica humana de los discípulos, pero Jesús sabía de esa mujer, como sabe de tu historia, de tu herida, de tu sufrimiento, de tu pérdida de vida y de tu sed.

Al punto, había quedado sana, es decir, en ese mismo instante, en ese preciso momento todo cambió, después de probar durante doce años con tantas recetas y confiando su enfermedad a otros. ¡Sólo tocó el borde de su manto, y ocurrió lo que anhelaba durante años! ¿Cuántas cosas habremos “probado” para saciar nuestra necesidad de amor: vicios, relaciones tóxicas, supersticiones, pastillas… ¡Sucedáneos, fuera de Jesús, fuera de Dios!

¿Qué pasa entonces con nosotros? ¿Qué está ocurriendo (o no) en nosotros, que tenemos en cada Eucaristía, en cada encuentro con su Palabra, en cada Sacramento celebrado, en cada encuentro con los que más sufren… la ocasión para quedar sanos, y no acabamos de hacerlo? Esa fuerza que “sale” de Jesús continúa saliendo, entregado y derramado por amor a ti. ¿Qué está pasando entonces con nosotros? ¿Por qué no acabamos de sanar? La mujer aprende de Jairo el secreto: una fe que se traduce en suplicar de rodillas y confiadamente. Y lo aprende de otro. Por eso, la Iglesia, la comunidad creyente se hace también “borde”, “orla” del manto de Jesús, siempre que, con su testimonio de vida y conversión humilde, se arrodilla y vive pegado a Él.

¡Rendirnos, hermanos, ante el oprobio, la esclavitud, la situación que tanta amargura y pérdida de energías nos está causando y secando el corazón! (¡Tú sabes cuál es la tuya!) ¡Rendirnos sinceramente, confiadamente, totalmente! Es la actitud de quien quiere a toda costa encontrarse con Jesús, ser tocado por Él, algo tan simple y tan grande a la vez. La decisión de dejarnos sanar es una opción profunda de fe, comprendiendo que Dios tiene sed de ti, necesita de ti para salvarte.

Como lo decía San Agustín, ese gran hermano tan humano y con tanto qué contarnos: “Dios, que te creó sin ti, jamás te salvará sin ti”. Esa es la clave de ambas sanaciones, la fe hecha confianza radical. Porque, aún cuando Dios es Dios, y lo puede todo, te pide permiso para obrar en ti, no suprime tu libertad, sino que, justamente lo contrario, te sueña libre de todo mal y esclavitud, pero necesita de ti un consentimiento que implica un salto al vacío, confiado y definitivo. ¡Eso es la fe! La de Jairo, la de la mujer, y la de tantos hermanos de ayer y de hoy que viven auténticos encuentros con el Señor de la vida.

Hoy es el día, ¡ahora!, no lo dejes para mañana, no postergues más esa “aspiradora letal” que te va matando poco a poco (que tiene muchos nombres), que va socavando tu interior y vaciándote de sentido y vitalidad. El Señor entrará en tu casa sólo si le aceptas en tu vida, de manera radical y sincera, sin medias tintas ni tibiezas.
Por eso, hoy pregúntate: ¿Qué es eso que ahora me está haciendo perder la vida? ¿En qué situaciones me encuentro “muriendo en vida”, seco, solo y sin sentido? ¿Cuál está siendo en mí esa “aspiradora letal” que succiona mis ganas de vivir? Y, de rodillas, delante del Señor, ofrece todo lo que eres y tienes… ¡y verás cómo el Señor te sonríe y salva! ¡Porque sólo el Amor nos puede sanar!

P. Samuel

Click here to change this text

Leave a Reply

Your email address will not be published.