En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?». Y se escandalizaban a cuenta de él.
Mc 6,1-6
Les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañaba de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando”.
¡Qué tiempo tan complicado el que ahora vivimos! La pandemia sólo ha venido a recordarnos que las cosas no las llevábamos, ya desde antes, demasiado bien, ni personal, ni socialmente. Nuestro mundo va al revés, todo parece estar en contra y se ve poca esperanza de que mejore, porque todavía no han inventado las vacunas contra nuestros males internos, los del corazón, los del alma. (¡Y, pensar que esa “vacuna” llegó hace más de dos mil años!)
Según nos consta en la Escritura, desde antiguo Dios nos ha buscado desesperadamente, dándonos mensajeros que, en forma de denuncia explícita o de anuncio esperanzador, vinieron a recordarnos que, por encima de todo mal, dificultad, tragedia, desazón… ¡Dios nos ama y nos habla! De modo que eso que llamamos “ausencia o silencio de Dios” es más bien “sordera del hombre”. Lo fue en el antiguo Israel, lo fue en tiempos de Jesús, lo es también hoy, en pleno caos de siglo XXI. Parece que la suerte del mensajero es no ser escuchado. Así es, se llama Cruz, y Jesús -en quien mensajero y mensaje coinciden- ya se acostó en ella.
Cuando creemos saberlo ya todo, y presumimos de llevar el control de todo -en nuestra vida y en la vida ajena-, Dios mismo se encarga de que nos caigamos de bruces rostro en tierra, para comprendernos débiles e impotentes frente a la fuerza y poder todoamoroso de Dios. Es la experiencia de los profetas, es también la experiencia de Pablo. E incluso, y paradójicamente, es la experiencia del mismo Jesús, quien en este pasaje del Evangelio de Marcos “no pudo hacer ningún milagro”, a causa de la incredulidad de sus paisanos. Fracasa en su propia tierra, siendo que, parecía que sus parientes eran quienes más le conocían. Pues resultó ser que no, que hubo asombros de ambos lados: de aquellos vecinos que vieron crecer a Jesús entre las calles, y sin embargo no comprendían sus palabras y sus obras; y asombro por parte de Jesús, al ver la falta de fe de sus parientes y vecinos. Falta de fe que es estrechez de mirada, sordera, cerrazón a lo nuevo y distinto. En Dios sí que no hay etiquetas (aunque hoy se empeñen las ideologías en decir lo contrario. Es curioso, pero nunca ha habido más etiqueta que hoy día, en tal lejanía de todo lo que huele a Dios)
Lo más impactante de Jesús es que, aún extrañado, continuó su camino y no paró la misión de hacer presente el Reino. Para ti, que vives una vocación o una misión concreta, como cristiano y ciudadano, entre los quehaceres cotidianos. O para ti, que has fracasado en tu vida matrimonial o te encuentras viviendo una situación de oscuridad… no vale parar, no vale dejar de perseguir el sueño de Dios en tu vida, su Plan en ti, en nosotros, en esta tierra que llora y sufre. Si bien parece que todo va en contra, claudicar sería dejar de ser y hacer lo planeado por Dios en ti, y eso, hermano mío y hermana mía, es izar la bandera blanca ante el Mal desatado, quien “como león rugiente, ronda buscando a quien devorar” (1 Pe 8). Sólo vale rendirnos ante el Rey de reyes, Cristo el Señor, reconociendo nuestra fragilidad y pequeñez, y sabiendo que sólo su Gracia nos basta para que habite en nosotros su fuerza y obre el milagro.
Abre tu mente y corazón, deja el cotilleo superficial, evita las distracciones, centra tu mirada en el presente, reconoce en tu “hoy” la Gracia de Dios que actúa en ti y en tus circunstancias, ármate con la firmeza de la fe y haz tu parte. Recuerda que el bien que dejas de hacer es ocasión para el mal. O, como decía el ilustre Martín Luther King: “No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin ética. Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos”. Asume el don de tu bautismo, con humildad y valentía, porque Dios desde ese día te ha hecho hijo en su Hijo, y con Él, eres también profeta.
¡Adelante, mensajero!
P. Samuel
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