¡Un Dios que se conmueve!

¡Un Dios que se conmueve!


En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos».Jesús les dijo esta parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».

(Lc 15, 1-10)

El pensamiento occidental ha aportado muchas bondades al mundo con una marcada línea racional y práctica que se ha quedado muy presente en nuestros razonamientos y modos de actuar. Pero hoy sabemos que esta lógica racional exagerada podría desconectarnos afectivamente de aquellas realidades intangibles que intentamos explicar. 
Así, el Misterio de Dios, argumentado desde la pura razón, podría apuntarnos demasiado a un dios lejano, juez y acomodado, Todopoderoso y a veces inclemente con la finitud de sus criaturas, haciendo que su incidencia en nosotros sea mínima, innecesaria e insignificante. Pero ese dios no es el Dios de Jesús. 
En la Escritura nos encontramos con un Dios ciertamente distante pero muy dinámico, que se va acercando paulatinamente a su pueblo. Un Dios distinto a sus criaturas, soberano y grandioso en sus obras. Resulta muy asombroso cómo a lo largo del Antiguo Testamento se va manifestando una identificación cada vez mayor entre YWHW (recuerda que así se presenta Dios a Moisés entre las zarzas) y su pueblo, asumiendo en sí las emociones y sentimientos propiamente humanos. Un Dios que siente un amor loco y de pertenencia por su pueblo, que siente celos por la infidelidad y el abandono, que sufre arrebatos de ira pasional como consecuencia de ese olvido… Un Dios con entrañas de madre, cuidador y tierno. Ese mismo Dios se encarna en Jesús asumiendo en todo nuestra condición humana menos en el pecado, y en su Palabra hecha carne Dios dice a voz en grito todo lo que durante tantos siglos nos iba susurrando. En Jesús, nos encontramos con un Dios que asume toda nuestra fragilidad para redimirla y que viene a salvar lo que estaba perdido. Se hace uno de nosotros para que seamos como Él: “misericordiosos como el Padre”.
En este texto, Lucas nos presenta a un Jesús ya conocido entre los suyos. Los publicanos y pecadores iban a escucharlo y aprender de Él. Los escribas y fariseos acudían a Él para ponerlo a prueba y contrastar lo que decía con sus esquemas inmóviles y rígidos, eruditos pero lejos en humanidad. También hoy muchos nos acercamos a Jesús, pero ciertamente desde posiciones muy diversas, quienes como necesitados de la Gracia para saberse perdonados, quienes desde la soberbia que busca señalar a los demás sin mirar con humildad las propias heridas y manchas. ¿Desde dónde suelo situarme yo cuando le busco? 
La claridad y belleza del mensaje que ofrece Jesús en esta ocasión manifiesta el criterio de Dios y una lógica que dista en mucho de nuestras lógicas humanas. Asume nuestra vida para rescatarnos de nuestras miserias, y lo hace desde dentro, no desde el dedo que señala. Su actitud es la posición del Creador ante sus criaturas, es la mirada profunda y tierna que lanza a los más alejados y ausentes, aquellos a quienes también hoy condenamos por “no ser como nosotros” o por “no estar en casa” (de nada vale estar en casa si en ella no hay un hogar). 
A veces también en la iglesia vivimos desde la obviedad de “estar presentes”, olvidándonos de que el hijo mayor de la Parábola del Padre Misericordioso también estaba con Él y sin embargo muy lejos de su corazón y muy desconectado de los sentimientos del Padre. A veces también nosotros, bautizados y muy comprometidos con la causa, vivimos nuestra fe como auténticos escribas y fariseos, desde la posición de creernos “hijos con derecho”. Pero las entrañas de Dios y su pasión por nosotros rebasa en mucho estos argumentos vacíos. Viene a atraernos a todos hacia sí, viene a salvar en nosotros lo que para nosotros es insalvable. Viene a convertir nuestra casa en lugar de encuentro y en hogar cálido. Viene a ordenar y dar sentido a nuestras piezas (porque muchas veces vivimos fragmentados), a colocar cada cosa en su justo lugar y a devolvernos la Comunión plena con Él. 
Por eso, en Él nuestros límites y pecados acaban siendo transformados en abono para los mejores frutos, siempre que comprendamos que la humildad es la “tierra buena” para que esto ocurra. La pretensión de que somos intachables sólo nos sitúa en el banco de los ciegos de corazón; el asumir, en cambio, nuestra impotencia y pequeñez, nos sitúa bajo la mirada de quien espera, de rodillas, en la misericordia del Padre, para quien todo es posible y en quien la fiesta y la alegría constituyen su anhelo más profundo, porque son la expresión más preciosa de que el amado ha vuelto a su hogar. 
¡Y nunca olvides que tú eres su amado! 
Que tengas feliz domingo, recuerda que caminamos juntos mientras cantamos. 
P. Samuel 

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