El sabio discernimiento del seguidor

El sabio discernimiento del seguidor

En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: «Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a construir y no pudo acabar”. ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».

(Lc 14, 25-33)

La “transgresión” de Jesús a nuestros esquemas y modos de proceder no conoce de límites. Parece que en Él todo está envuelto bajo una insurrección tan clara, desafiante y honesta que requiere de un proceso muy lento -a veces demasiado- para rumiar y digerir su mensaje. Parece que sus palabras trastocan y hacen entrar en conflicto ciertos temas ya asumidos como Palabra de Dios, como podría ser la honra a nuestros padres o el amor fraterno. Sin embargo, escudriñar en su invitación nos sumerge en la aventura del discernimiento honesto y sabio, que requiere de una nueva mirada y apertura a las “cosas de Dios”, ante las cuales no hay erudición ni experticia que valgan. 
Jesús habla de unas condiciones para el discipulado, es decir, algunos “requerimientos” sin los cuales parece que no hay posibilidad de seguimiento, y lo hace con una expresión un tanto radical: la renuncia. Dicho término denota el saber posponer y ordenar la propia vida, desapegarnos de todo lo que impide poner a Dios en primer lugar. Parece una lógica de locos, un razonamiento muy poco realista y humano. Dejar nuestros afectos, asumir nuestras cruces y renunciar a los bienes. Todo parece orientarnos a la esclavitud más absurda y absoluta. 
¡Pero, nada más lejos! Si algo caracteriza a Jesús es su radical libertad, y si algo quiere de nosotros es conquistar su misma libertad. Ahora bien, quizás necesitamos de su Espíritu para comprender, en franco discernimiento y desde una sabiduría espiritual profunda, todo lo que implica dicha conquista.  
Dos elementos quizás podrían servirnos para comenzar a comprender su lógica desconcertante: 1. Que la realidad de Dios es incomparable con cualquier otra realidad, por más que queramos endiosarnos o endiosar algunas cosas y afectos; 2. Que el Dios de Jesús nos quiere liberar de cualquier sometimiento, y lo hace poniendo orden en nuestra vida. 
Así pues, sobre lo primero hay poco qué decir, porque Dios es Dios, y este texto evangélico nos revela la realidad divina del Hijo en Jesús. Sobre lo segundo, Jesús revela la importancia de que pongamos nosotros de nuestra parte. No se trata de lograr la libertad a fuerza de voluntarismos, pero sí de poner en el asador lo que es responsabilidad nuestra y todo lo que está a nuestro alcance. Tal y como lo afirma San Agustín: “Dios, que te creó sin ti, jamás te salvará sin ti”. Y es que la libertad interior es parte de nuestras batallas más reales, y conquistarla requiere de saber ponderar lo que nos ciega de lo que nos da mayor visibilidad, lo que nos divide interiormente de lo que nos da unidad y genera la paz del corazón. Porque la libertad del Espíritu, a la cual somos llamados, nos hace ganar en unidad interior. Ponte a pensar por un momento en la preocupación que hoy te está restando fuerzas y quitando la ilusión… ¿Será que en el fondo se esconde un afán de seguridad y una falta de confianza? 
Sin duda que seguir a Jesús es cosa seria, exigente y comprometedora, y vivir desde la simple curiosidad o simpatía hacia la figura de Jesús no es seguirlo. Ser discípulo reclama tomarnos la vida en las propias manos, asumir toda dependencia y apego que impiden vivir la plenitud que Jesús nos ofrece. Pero para ello hemos de crecer en la certeza de que nos estamos solos, de que su Espíritu nos va susurrando y señalando el camino, y que ese camino debe ser andado ligeros de equipaje. 
Que hoy puedas comenzar poniendo ante Dios toda tu vida, no sólo tus dones, tesoros y bondades, sino también tus sombras, miserias, preocupaciones, fragilidades y oscuridades (eso que llevas escondido debajo de la alfombra para que no se vea), y lo hagas con honestidad y confianza, para que Él sea, a partir de hoy y verdaderamente, el Señor de tu vida. 
Feliz domingo 
P. Samuel 

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