Hoy es viernes de Pasión, de Cruz, de muerte y dolor.
“Pasión” habla de sufrimiento y dolor. La Pasión de Jesús es la historia de sus últimos momentos, recogida tan finamente en los cuatro evangelios. Su muerte es una muerte provocada por los demás, por un mundo atormentado a quien le pesa encararse con la verdad más profunda de lo que somos. Es una ejecución antecedida de la traición, tortura, el juicio injusto, la negación y la burla. La muerte de una persona siempre es un misterio incomprensible. A medida que nos sumergimos en las aguas hondas de la muerte, la experiencia se va haciendo más difícil de comprender: ¿Qué se siente al morir? ¿Qué se sufre? ¿Qué se piensa en la agonía? Pero el misterio es todavía mayor en la muerte de Cristo, un misterio imposible de penetrar.
Pero, la palabra “Pasión” tiene también otro significado. Una gran pasión es un gran amor. Un amor que se da todo, sin medida, sin límites. El que vive una pasión así se ciega frente a todo lo demás, frente a las razones y al sentido común que aconsejarían vivir de otra manera. Jesús habría podido huir, escapar, pero prefirió mantenerse en su verdad, que es la verdad del Padre, en fidelidad y obediencia a la misión recibida de Dios. Ese Dios es el mismo del Antiguo Testamento, grande, soberano, poderoso. El Dios del Sinaí, en que se revela a Moisés en la zarza ardiente; el mismo que arranca los cedros de raíz, que se sienta sobre el aguacero. Es el Dios de las plagas de Egipto, el mismo que separa el mar Rojo en dos, y que hace caer serpientes en el desierto; el mismo que hace brotar agua de la roca. Entonces… si es el mismo Dios… ¿Dónde está ante la muerte de su Hijo? ¡A los judíos (y me atrevo a decir que también a nosotros, cristianos hoy), se nos dificulta el comprender que Dios tuviera un Hijo, de su misma naturaleza, pero que en Jesús se hiciera un Dios débil y humillado, herido, maltratado y anonadado. ¡Vendido, negado, juzgado, condenado! ¿Qué Dios es ese?…
Pero Jesús calla, y Dios muere. Su muerte no es una muerte heroica y grande, sino humillante y dolorosa.
Esta “Pasión” de amor no quita dureza a la pasión vivida en el dolor de esos últimos momentos de la vida de Jesús. Los azotes rasgaron su piel. Los clavos atravesaron su carne. Y su muerte se produce en medio de la angustia del ahogo provocado por la cruz. En esa situación asumió su propia muerte. Con la única arma de su confianza en Dios, en su Padre. Todo lo demás se había caído, había desaparecido. Sus amigos lo negaron y abandonaron. Está solo ante la negrura más oscura que se pueda imaginar. Hasta sentir el abandono de Dios mismo –“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”–.
Hoy es tiempo para contemplar en silencio estas dos pasiones de Jesús. La Pasión dolorosa del sufrimiento de la Cruz, y la Pasión amorosa de un Dios que se entrega sin reservarse nada para sí. Es un tiempo en el que sobran las palabras, en que el silencio habla más que mil palabras, y en que la Cruz en la que yace Jesús muerto lo dice todo. La Palabra de Dios muere, el silencio impera… Pero sabemos que pronto ese silencio será interrumpido por un cielo nuevo y una tierra nueva, porque en la Resurrección de Cristo toda la creación es recapitulada en Él. ¡Ahí aguardamos la esperanza de todo signo de muerte! Porque no hay vida sin muerte, ni hay Resurrección sin Cruz.
P. Samuel
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