“¡Señor mío, Dios mío!”

“¡Señor mío, Dios mío!”

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Jn 20, 19-30. 

La vida cristiana nos supone, entre otras, dos premisas fundamentales: vivir y celebrar la vida de Dios Padre por Cristo Resucitado, y hacer el camino en comunidad. En este sentido, la fe “descafeinada” y diluida, en la que caemos con mucha frecuencia, nos introduce precisamente en dos tentaciones que nos empujan a un escepticismo solapado. 
El Evangelio nos insiste en que las apariciones del Resucitado acontecen sucesivamente “al anochecer de aquel día, el primero de la semana”. El Día del Señor,  marcado por tradición en domingo, nos sitúa ante la necesidad del creyente de alimentar la esperanza con la marcada certeza que da sentido a la vida en Cristo, que es la Resurrección. De no ser así, caeríamos (y de hecho caemos) en reduccionismos que conciben a Jesús, muerto y Resucitado, como “maestro a quien recordar por su buen hacer”, o como un hombre enviado por Dios a ofrecer un mensaje de bondad. ¡Y, no! Para el seguidor de Cristo, Él es nuestro Dios y Señor, tal y como finalmente Tomás lo confiesa. 
Hoy estamos viviendo el drama de un relativismo exacerbado que nos está sumergiendo en la “incredulidad de los creyentes”. ¿Y es posible ser escéptico aun autodenominándonos “cristianos”? ¡Seguro que sí! Si vivimos el domingo como simple práctica ritualista cargada de costumbrismo; si acudimos a la Misa como quien se va de “shopping”; o directamente si no está considerado el celebrar la fe desde la Eucaristía como actualización del misterio Pascual y presencia del Resucitado… entonces nos estamos perdiendo de lo esencial, estamos reduciendo nuestra vida cristiana a un marco externo de “creencias” que no ha llegado a penetrar en lo más interno e íntimo de nuestra existencia, corriendo el riesgo de no acabar de arrancar hacia la conversión tan deseada que implican una identificación y una plenitud de vida, una “personalización” de esta vida en Cristo. Pero, para ello es ciertamente necesario a veces sufrir los “anocheceres” del miedo y el aislamiento en que nos sumergen el pecado y la desesperanza. Así, la fe abre paso a la Esperanza, sin la cual no podemos vivir, lo reconozcamos o no. 
Pero la fe personal no se vive en solitario, por más que tendamos cada vez más a prescindir de la comunidad creyente, lugar sine qua non donde encontrarnos con el Resucitado. Esto nos lo revela Tomás. No creyó antes porque no había estado antes junto a sus hermanos, no había podido palpar por sus propios medios lo que la comunidad atestiguaba. Tal vez Tomás nos llama un poco al orden en este sentido, y quizás no se trate éste de un simple escepticista que busca una verificación experimental por medio de la razón (como solemos interpretar casi unívocamente), sino más bien esté apelando a la necesidad de “creer en comunidad”, es decir, a vivir el don desde una comunidad que sea testimonio y signo creíble, -con su propia vida,- de la vida del Resucitado. Por eso, nuestra mejor bienaventuranza ha de ser: “sin haber visto, hemos creído”. Tomás es invitado por el Resucitado a meter el dedo en las llagas de su costado, porque el Resucitado es el mismo Jesús Crucificado, y la comunidad está llamada a vivir esta misma suerte en una memoria que hable de su propia debilidad, que “presuma” de su vulnerabilidad y de su necesidad imperiosa de conversión. Ser testigos nos sitúa ante nosotros mismos como sujetos necesitados de Resurrección, como dependientes de la Fuente que da la Vida, reconociendo que sus heridas han curado las nuestras, y anhelando contemplar las cicatrices del mundo con esperanza y gratitud.
Que la alegría y la paz del Señor Resucitado sepamos hallarlas en nuestra vida de cada día, y que podamos ofrecerlas al mundo con humildad. Que dispongamos nuestro corazón a conocer al Señor de la Vida en la Eucaristía, a reconocerlo en la comunidad y a reconocernos los unos a los otros como signos de Resurrección.
¡Feliz segundo domingo de Pascua!
P. Samuel 

Leave a Reply

Your email address will not be published.